Las pifias del Óscar (o ya llovió y a pesar de eso algunas cosas no cambian)


Por fin. Por fin. Por fin. Salten de gusto. Siéntanse fregones si acertaron. Las sagradas nominaciones al Óscar fueron anunciadas esta semana. Todos los agoreros podrán descansar tranquilos mientras llega la ceremonia. Ya no tendrán que incluir en sus críticas la unión de palabras en inglés Oscar buzz. Se acabaron las campañas políticas y los rumores mediáticos. ¿Sorpresas? Ninguna. De nueva cuenta el pastel se repartió equitativamente. Y lo único nuevo es que hay diez nominadas en la categoría de mejor película, quizás la categoría más irregular ya que hay desde pequeñas joyas hasta bodriazos infumables y hasta una de monos que misteriosamente también está para, obvio, mejor cinta animada. Ah, también hay otra de monos azules que el mundo entero ha visto y que, dicen los agoreros, será la ganadora. Casualmente, el día de hoy me entero de que ya van a empezar a sacar las primeras televisiones en 3D. ¿Acaso Avatar no es más que un gancho publicitario para que todo mundo vaya dentro de uno o dos años a comprar su tele 3D? Y para colmo ya amenazan con la secuela. Y cómo no si resultó ser toda una mina de oro. ¿Habrá hablado James Cameron con George Lucas?
Para que se vea que nada ha cambiado, desempolvo este artículo que se publicó en la revista Acequias de la UIA Laguna en 1998. Sí, ya llovió. Y, sin embargo, hay cosas que parecieran nunca cambiar. Nombres que se mencionan en el artículo: Óscar, James Cameron. Va el texto:

Las pifias del Óscar
Con las nominaciones del Óscar pendiendo sobre la cabeza de cualquier cinéfilo, no está por demás hacer memoria y deducir lo que en realidad han significado y significarán estos mal llamados premios. Como si el séptimo arte fuera de la mano con lo que Hollywood y su estilo imperialista ofrecen, el simple hecho de que una película obtenga la codiciada estatuilla –o, por lo menos, una nominación— empuja al público a buscarla y a gastar dinero por verla. Sin embargo, vale la pena averiguar quiénes se ocultan tras este galardón, quién determina las menciones, quién los premios y, en suma, qué es la famosa Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. A juzgar por los gustos de esta organización, se puede concluir que, claro, son estadounidenses, mayoritariamente del sexo masculino, seniles y con una infinidad de prejuicios. Por lo tanto, no se necesita ser un genio para predecir, en base a las nominaciones (Mente indomable, Todo o nada, Mejor: imposible, Titanic, Los Ángeles al desnudo) la cinta ganadora de 1997. Las apuestas o concursos son también notables ejemplos de estulticia tomando en cuenta que los filmes nominados se estrenan en Norteamérica durante el otoño del año en cuestión dando poco tiempo para su estreno en México y para que, una vez vistos, puedan ser sopesados. Además, dicho monigote áureo demuestra –a través de sus décadas de vida— su machismo, racismo, sexismo, fobias y todas las lacras con las que cuenta la civilización occidental.
Es permisible empezar con el año de Jonathan Demme, 1991, cuando El silencio de los inocentes ganó, por sorpresa, las principales menciones. En este caso, la Academia no tuvo más remedio que premiar una película sobre homicidas en serie al lado de las controversias políticas de Oliver Stone en JFK, el continuo desprecio contra Barbra Streisand en El príncipe de las mareas, la mediocridad del Bugsy de Barry Levinson o los dibujos animados de La bella y la bestia. Por supuesto el cine independiente de los hermanos Coen representado por Barton Fink ni siquiera llegó a las finales. En 1992, el año de Clint Eastwood, el Óscar buscó la reconciliación con este veterano actor concediéndole a Los imperdonables el premio a mejor película y mejor dirección. Productos superiores como Juego de lágrimas de Neil Jordan o Howard’s end: el fin del juego de James Ivory apenas alcanzaron el de mejor guión original y guión adaptado por contener temática fuerte, en la primera, y temática demasiado inglesa, en la segunda. Aún así, estos dos largometrajes tuvieron más suerte que la versión de Drácula de Francis Ford Coppola la cual, a pesar de su estética, sólo logró reconocimiento por el vestuario.
En 1993 le tocó el turno a Steven Spielberg, director consentido de las taquillas, con el único trabajo hasta cierto punto apreciable de su mercantilista carrera: La lista de Schindler. Otra vez, la mejor película tuvo su equivalente en el mejor director. A su lado estuvieron Lo que queda del día también de James Ivory, El piano de Jane Campion, En el nombre del padre de Jim Sheridan y, aunque sea difícil de creerlo, El fugitivo. Entre ellas destaca El piano, la cual ganara la Palma de Oro en Cannes, y que, para la Academia, sólo mereció el premio de mejor actriz para Holly Hunter y el de guión original para la Campion a quien, por supuesto, sólo se le reconoció su trabajo directorial con una escueta nominación. Otra película olvidada fue La edad de la inocencia de Martin Scorsese que, como a Drácula el año anterior, sólo se le otorgó la estatua por el vestuario. Tras la victoria de Spielberg, vino la de su compinche Robert Zemeckis con uno de los productos más deleznables del celuloide: Forrest Gump. Cualquiera de las competidoras fue superior en calidad a este desafinado canto a la cultura norteamericana, a los impulsos patrioteros y a la sensiblería. Esta historia sobre un incapacitado mental tuvo más peso en los corazones vetustos de los integrantes de la Academia que Sueños de fuga –un argumento sobre el ambiente penitenciario— de Frank Darabont, Cuatro bodas y un funeral –una comedia de Gran Bretaña— de Mike Newell, Tiempos violentos –una sátira basada en personajes sórdidos— de Quentin Tarantino o El dilema –la historia de un fraude televisivo— de Robert Redford. Aún teniendo como antecedente la Palma de Oro de Cannes, Tarantino sólo bajó del escenario con el Óscar a mejor guión original. Otros despreciados fueron Woody Allen con sus Balas sobre Nueva York y Nicholas Hytner con Los escándalos del rey Jorge, obras que apenas lograron reconocimiento por mejor actriz secundaria –Dianne Wiest— y mejor dirección artística, respectivamente.
Después de coquetear con los amos de los efectos especiales, la Academia retornó, en 1995, a la costumbre de elogiar a actores hollywoodenses convertidos, por aras del destino, a la dirección. Mel Gibson y su Corazón valiente se adjudicaron la etiqueta de mejor película y director por los tintes moralistas y épicos de este sobrevalorado largometraje. Con inmerecidas postulaciones estuvieron Apollo 13 de Ron Howard y el pueril Babe. En cambio, El cartero de Michael Radford y Sensatez y sentimientos de Ang Lee, de mayor calidad e inteligencia, se llevaron únicamente los premios a mejor música para una y mejor guión adaptado para la otra, en manos de Emma Thompson. Fuera de la reducida competencia quedaron Adiós a Las Vegas –mejor actor: Nicolas Cage— de Mike Figgis, Pena de muerte –mejor actriz: Susan Sarandon— de Tim Robbins, Casino de Martin Scorsese y Sospechosos comunes de Bryan Singer, la cual, como toda cinta del género negro, ganó sólo un Óscar por guión original. 1996 fue proclamado como el año de los independientes. Ni colocando entre las principales obras cinematográficas a las excelentes Fargo de los hermanos Coen y Secretos y mentiras –Palma de Oro 1996— de Mike Leigh, la Academia se salvó de dar sus traspiés. Larry Flynt: el nombre del escándalo de Milos Forman y La vida en el abismo de Danny Boyle, por sus censurables protagonistas, fueron sustituidos por presencias más gratas como Claroscuro de Scott Hicks o Jerry Maguire: amor y desafío de Cameron Crowe. El fallo final, que favoreció a El paciente inglés de Anthony Minghella, seguiría la línea de otras ganadoras: el lugar común de los amores prohibidos. De tomar en cuenta no sólo las películas de habla inglesa –británicas o estadounidenses— sino también las de otros países, la lista de pifias del infame Óscar sería aún más larga. 1998, sin duda, será para los nuevos adulados de la Academia: James Cameron y su ya trillado Titanic.

Por supuesto, se nota mi inexperiencia. También, sin embargo, compruebo al releer este artículo que muchas de las películas, ya sea nominadas o premiadas por el Óscar, han sido en pocos años olvidadas como los productos desechables que siempre fueron. Otras, las que nominaban para legitimizarse y que no se atrevieron a premiar, siguen en la memoria y eso a pesar de las muchas visitas que podamos hacerles.
Ah y en la imagen que precede al artículo otra pifia más: Penélope Cruz ganando por una actuación caricaturesca. La Academia ha de haber dicho que si no se lo dieron por Volver se lo darían por lo primero que cayera.