Un viaje de reconocimiento


No necesito ni revisar mi carpeta de reseñas -aun así lo hago- para darme cuenta de que las cinematográficas sobrepasan cuantiosamente a las literarias. De todas maneras, decidí desenterrar ésta. He leído muy poco en estos años y casi todo lo que he leído ha sido en español. Pero en alguna época -ésa durante la cual uno está recién llegado y la curiosidad lo mueve a escudriñar cualquier aspecto de la cultura que lo acoge- me di a la tarea de leer autores originarios de Québec. Jacques Poulin, Monique Proulx y un intento fallido de leer a Michel Tremblay son los tres nombres que reconozco (además de una antología de cuentos y otra de poesía). En fin, muy poco. Y a estas alturas la mentada curiosidad ya desapareció casi por completo. La reseña que subo a continuación fue de esa época, allá por 2004, en que mi residencia en Québec era apenas un proyecto -entre la primera estancia de tres meses y ésta que ya lleva cinco años y medio. Una versión más corta fue publicada, creo, en La Opinión Milenio. Va entonces el texto:

Un viaje de reconocimiento hacia Volkswagen blues
La literatura de Québec es para muchos lectores mexicanos un misterio. Después de todo, proviene de un país dentro de otro lo cual podría descalificarla frente a los ojos de algunos críticos más cerrados. Habría que decir que ese lugar parece cada vez menos distante con el alcance actual de las comunicaciones. Aun así y a pesar de dicho alcance, lo quebequense sigue tan alejado de México que representa un enigma. Independiente por completo de la canadiense por el simple hecho de estar escrita en francés, independiente de la francesa por tener sus propios códigos y referencias, así, con ese adjetivo, podría definirse a la literatura de Québec. Literatura también de América aunque su realidad se halle a kilómetros de distancia y el contacto con ella sea entorpecido por la falta de traducciones. Para contrarrestar algunos de estos obstáculos, aparece en el último trimestre de 2003 la traducción en español de la novela del quebequense Jacques Poulin Volkswagen blues (1984) realizada por Antonio Marquet Montiel. Los rasgos propios que hacen distinta a esta literatura de la canadiense y de la francesa plantean no pocos problemas de identidad y la novela de Poulin es un buen ejemplo.
Volkswagen blues relata un viaje en busca de la identidad contenida en el espejo oscuro que es el hermano. Jack Waterman —pseudónimo del protagonista y de quien nunca conocemos su verdadero nombre— es un escritor que hace tiempo no escribe. Este hombre, cuyo hogar transitorio es la combi VW que le da nombre a la novela, se encuentra en la región de la Gaspésie con Pitsemín, una joven mestiza invocada durante gran parte del libro con el sobrenombre de la Gran Saltamontes, sobrenombre dado gracias a la longitud de sus piernas. Además de no haber visto a su hermano en décadas, Jack —por eso que los norteamericanos denominan “bloqueo de escritor”— se odia a sí mismo pues “Desde siempre se había formado una imagen del escritor ideal y estaba lejos de parecerse a ese modelo” (40). De tal personaje al cuadrado (personaje dentro del personaje) visto en el escritor ideal surge una historia más de este libro compuesto de múltiples microrelatos. En éste en particular el escritor ideal no se ajusta a la vida confusa y azarosa de Jack, ni Jack se ajusta a la monomanía de aquel que se atreve a separarse de la realidad para crear otra muy distinta sin tener en cuenta convencionalismos sociales. Para el Escritor Ideal (así, con mayúsculas, como si fuera un nombre propio) lo importante, como quizás opinaría Cortázar, es el estado hipnótico de la escritura, ése que Jack Waterman hace mucho tiempo que no obtiene.
Los dos desconocidos —Jack y la Gran Saltamontes— emprenden la travesía de investigación partiendo de Gaspé en la provincia francófona de Québec con una sola pista: una tarjeta postal de Théo, el hermano mayor de Jack. En su reverso se reproduce un manuscrito de Jacques Cartier, colonizador de estas tierras. La pesquisa para conocer el paradero de Théo los lleva no sólo a través de Norteamérica, de este a oeste, de Québec hasta California, sino también a través de las páginas de otros textos que serán las fuentes de la novela. Libros de historia, recuentos orales, leyendas y relatos enunciados a la luz de una hoguera. Con ellos los viajantes redescubrirán lugares que son emblemáticos para culturas nacidas a veces de la exterminación y otras del mestizaje. Penetrarán sembradíos donde nacen las utopías y los mitos, profanarán cementerios de masacres, se acercarán a cumbres donde los indígenas murieron de hambre. Tras tales visitas, irán a dar también a parques para casas rodantes y bibliotecas de donde la Gran Saltamontes toma “prestados” libros para luego ser devueltos por el correo con una nota donde le reclama a los bibliotecarios su descuido. Más adelante, se abrirán puertas de museos, tapas de volúmenes y se develarán ante sus ojos pinturas, entre ellas un mural de Diego Rivera en Detroit. Sin embargo, este cuarentón y esta muchacha de veintitantos no estarán solos. En su viaje, como compañeros necesarios, estarán la vieja combi con sus propias manías humanizadas y Chop Suey, el gato errante.
Como en Les grandes marées (1978), otra de sus novelas, los personajes principales creados por Jacques Poulin están definidos de acuerdo a sus lecturas, de acuerdo a sus respectivas aficiones a la literatura. “Todo lo que sé, o casi todo lo que sé, lo he aprendido en libros” (25), dice Jack Waterman y su comportamiento a lo largo del viaje confirma lo dicho: apocado, silencioso, cobarde, ensimismado. La Gran Saltamontes, en cambio, se materializa como una invención suya. Pitsemín es la hija de un mecánico blanco y de una mujer indígena expulsada de su reserva por este matrimonio. Entusiasta, mecánica de profesión como su padre, suspicaz, voraz lectora de todo lo que caiga en sus manos, parece estar un paso adelante en la búsqueda de Théo, aunque ella misma argumente “nunca sé por anticipado lo que voy a hacer” (32). Sólo la Gran Saltamontes es capaz de presentarse en el momento indicado y de adivinar de antemano las decisiones del hermano Théo (que bien podría ser otra invención más), como si fuese la heroína idónea de una nueva ficción en la mente de Jack Waterman, una ficción que no está siendo escrita. En lugar de carne y hueso, la Gran Saltamontes está hecha de palabras. Qué mejor musa para un hombre que todo lo ha aprendido en los libros.
“Hay gente que dice que la escritura es una forma de vida; yo pienso que es una forma de no vivir” (117), afirma Jack sobre su oficio que le pesa como si fuera una losa sobre la espalda. Con esto, habla además de su vocación de escapista. Escribo para evadirme de la realidad, podría también confesar al lector. Y, en cambio, Pitsemín, defiende su afición a la lectura sin ambages:

La Gran Saltamontes era una maniaca de los libros. Le gustaban los libros y las palabras. Un día se había enojado porque una persona había dicho: “Una imagen vale mil palabras”. Ella había tomado “prestada” una revista y, con un par de tijeras, había recortado las letras necesarias para componer la siguiente oración, que había pegado en el tablero del Volkswagen: UNA PALABRA VALE MIL IMÁGENES (146).

Bienvenida la afirmación de libertad de la palabra frente al dominio actual de la imagen y de cierta banalidad que quizás ya se empezaba a avizorar a principios de los años ochenta cuando fue escrita Volkswagen blues. No conforme, la Gran Saltamontes nos regala su concepción de la literatura como tradición, como emanación de otros libros: “Un libro no está completo por sí mismo;” alega Pitsemín, “si se quiere comprenderlo, hay que ponerlo en relación con otros libros, no sólo con los libros del mismo autor, sino también con los escritos por otras personas” (147). Esta joven lectora parece saber más sobre la literatura que Jack Waterman, incapaz de entablar una relación profunda. Y es que, a pesar del largo viaje juntos y de ciertos momentos de intimidad frustrados, Jack y Pitsemín se siguen hablando de “usted” durante todo el libro, como para marcar la distancia entre ellos. La relación de intimidad se da en el nivel de la literatura y no de cuerpo a cuerpo.
Pero por las consecuencias de esta relación algo fría salen a la luz los problemas de identidad enraizados en una nación cuya principal característica es el bilingüismo. (De hecho, una vez que entran en Ontario y luego en Estados Unidos muchos de los diálogos que entablan Jack y Pitsemín con otros personajes permanecen en inglés tanto en la traducción de Marquet como en la edición original de la novela). Así mismo, surgen las cuestiones de identidad con respecto a los personajes. La Gran Saltamontes por su cuenta no se considera ni india ni blanca. No sabe a qué comunidad pertenece. Llega a la conclusión de que no es nada y no pertenece a nadie. Eres algo nuevo, le dice Jack. Sin embargo, eso no la consuela demasiado. Jack, en cambio, sólo se define a través de la figura de su hermano aventurero y atrevido, el que se da a la tarea de robar sin éxito dentro de un museo gringo un mapa del siglo XIX trazado por los colonizadores franceses. Entonces el protagonista debe enfrentar la idea de que su hermano sea una especie de Jesse James moderno. Y eso le provoca sentimientos encontrados.
Poulin, nacido en 1937, toma la sencillez en el estilo y en la anécdota como su arma más persuasiva. La transparencia de esta road novel es sin duda su mayor mérito. No significa que no esté llena de retos a la hora de adivinar los motivos de los personajes una vez emprendido el viaje. Quizás Poulin sí peque hasta cierto punto de didactismo. En momentos, el lector se siente dentro de un salón de clases donde se imparte una materia sobre historia norteamericana. O tal vez el didactismo sea uno de los contados defectos de la Gran Saltamontes. Y aunque gran parte del atractivo de la novela reside en todas las reflexiones sobre la literatura, los textos culturales que conforman un imaginario colectivo, las tradiciones orales, las leyendas y el arte, la historia entre Théo y su hermano continúa. El lector convencional, ése que espera fuegos artificiales cuando los hermanos se encuentran, quedará decepcionado. Volkswagen blues no es una novela de emociones fuertes, sino más bien de emociones contenidas como corresponde al temperamento de sus personajes, como corresponde a una ficción alejada de lo telenovelesco o lo hollywoodense y más bien emparentada con la literatura como fenómeno social.
Tal vez el lector promedio no se sienta tan ajeno a lo quebequense al terminar la novela de Jacques Poulin. No pocas cosas en común tendrá con esta cultura del continente americano: la cercanía incómoda del imperio estadounidense, el mestizaje de los pueblos, el ser producto de una colonización. Con eso basta para celebrar la traducción de Volkswagen blues.

—Poulin, Jacques. Volkswagen blues. Traducción de Antonio Marquet Montiel. México: Plaza & Janés, 2003. 240 pp.