Para flotar al salir del cine


Aquí va mi primera reseña del año. El tema a tratar es la película muda sobre la cual todos cacarean actualmente. No sin justificación, por cierto. Se llama El artista y es del director francés Michel Hazanavicius. El texto a continuación.

Los humanos somos ingenuos como raza. Desde hace ya siglos se ha endiosado a la tecnología como si por su aparición misma la humanidad progresara hacia una meta llena de esplendor. Tal ingrediente, por sí solo y hablando en particular del séptimo arte, ha sido el principal argumento de cineastas mediocres (y en su mayoría hollywoodenses) para venderle al espectador toda suerte de porquerías, ésas rebosantes de efectos digitales pero con historias más que pueriles. Léase el bodrio Furia de titanes (2010) cuya mayor afrenta al público es tener segunda parte para este 2012. Ya desde el fenómeno Avatar se nos quiere encasquetar hasta el más repudiable producto fílmico con la excusa de que se halla en tercera dimensión. Sin embargo, no es precisamente una película en 3-D la que ha conquistado recientemente los tan blandengues como negros corazones de la tierra del ensueño. Ha sido una cinta en blanco y negro. Para colmo, muda. El milagro no es nada nuevo en realidad. A ellos les llegó con retraso porque ni se enteran de lo sucedido al otro lado del océano. Desde mayo pasado la película El artista (The Artist, 2011) de Michel Hazanavicius anda haciendo ruido en Europa. Por ejemplo, en el festival de Cannes se llevó el premio a mejor interpretación masculina gracias al trabajo de Jean Dujardin. No fue hasta que Harvey Weinstein decidiera distribuirla bajo su sello en Estados Unidos que se empezó a hablar de ella y, por ende, a cosechar nominaciones. Después de todo, Weinstein resulta ser uno de los promotores más agresivos en Hollywood para las películas que produce o distribuye. En especial, durante esta temporada del año (por los premios Óscar, se entiende).
Digo sin titubear que El artista fue para mí una de las experiencias fílmicas más placenteras del año 2011. Y, aunque la palabra que uso a continuación suene negativa, para mí no lo es. El pastiche puede alcanzar una forma artística tan loable como cualquier otra. Por este motivo, afirmo que el largometraje que ha cautivado la atención de muchos estadounidenses en el umbral de la temporada de premiaciones vacuas es eso: un pastiche. Además se podría definir como sincero, profundo y conmovedor homenaje al cine mudo de Hollywood. El artista es fiel reflejo de lo sucedido actualmente con su director y sus actores protagonistas: el antiquísimo periplo de ascenso y caída en la tierra del ensueño. Hollywood conoce y produce desde hace ya mucho tiempo un sinfín de películas con esta temática. Obligan las referencias a Nace una estrella (en especial las versiones del 37 y del 54), Sunset Boulevard (o en España El crepúsculo de los dioses) y, hablando del poder mediático, incluso El ciudadano Kane, cumbre del cine sonoro. Hacia el final algunas escenas de baile de El artista me hicieron pensar en nombres como los de Fred Astaire, Ginger Rogers o Gene Kelly. Michel Hazanavicius está más que consciente del legado fílmico hollywoodense de la época de transición entre el cine mudo y las entonces llamadas talkies. Desde ahí, gana muchos puntos.
El artista abre con una escena de cine dentro del cine. Es de esperarse. Estamos en el Hollywood de 1927 y nosotros, los espectadores, miramos a otro grupo de asistentes al cine mirando a su vez y en su estreno una película de George Valentin (nombre que con una letra más sería Valentino). Detrás de bambalinas hay un anuncio, más tarde convertido en oráculo para el actor que en el anverso de la superficie lisa entretiene y cautiva al público: “Favor de no hablar detrás de la pantalla”. Valentin (Jean Dujardin) se contempla a sí mismo cual trajeado Narciso y sonríe. Pero esa otra versión suya se encuentra agigantada por la magia de Hollywood. La película anuncia su fin y truena un aplauso tan colectivo como silente. Un aplauso que nunca escucharemos. Aplauso remplazado por una música simple, alegre y esperanzadora. Valentin sale a agradecerle a su público, a juguetear con su perro y, de paso, a humillar a su co-estrella (Missi Pyle), una rubia platinada. Aquí aparece un elemento intruso. Imposible verlo en esas viejas cintas del cine mudo a las cuales homenajea El artista: un dedo medio lanzado con todo rencor contra George Valentin. Si nos atenemos a los principios moralistas típicos de aquel tipo de cine ya sabemos que la arrogante celebridad pagará con lágrimas su soberbia. Aquí habrá una gran lección para el actor en la cima: su excesivo orgullo hará que se hunda en los pantanos del olvido y la pobreza luego de la despiadada revolución sonora.
A Valentin lo espera una multitud de fotógrafos y admiradoras a las afueras de la sala. De repente, una de ellas es empujada y entra en el destello de los reflectores. A diferencia de la actriz a la cual opacó dentro de la sala de cine, Valentin le sonríe, se toma fotos y se divierte con ella. Pronto los periódicos del corazón se preguntan quién es esa chica. En secuencia de matrimonio adinerado dividido por una larga mesa del comedor —a la usanza de Ruth Warrick y Orson Welles— la esposa del histrión (Penelope Ann Miller) lo cuestiona sobre la misteriosa muchacha. Él sólo responde blandiendo como defensa a su simpático compañero en la realidad y en la ficción: el perro (Uggie, can ya tan famoso que hay quienes piden a gritos una nominación al Óscar para él). Por su cuenta, Peppy Miller (Bérénice Bejo) no es más que una bailarina y aspirante a actriz (ecos de Joan Crawford) cuyo destino se cruzará pronto con el de Valentin por segunda vez. Ahora, sin embargo, dentro de un estudio de filmación. Con el advenimiento del cine sonoro anunciado por el gordo productor (John Goodman), George y Peppy intercambiarán lugares. Ella se volverá famosa. Él será relegado a la desmemoria. A pesar de su caída, ahí estarán su perro y su fiel mayordomo (James Cromwell). En ese sentido, no hay nada más cruel en Hollywood que perder la seductora luz del reflector tras haberse bañado en ella.
El paquete incluido con El artista es tan completo que no hay manera de resistírsele. La música, la recreación de la época y la fotografía encajan a la perfección con la trama. Los actores, como solía hacerse en aquella época, desarrollan sus personajes a través del lenguaje corporal el cual nunca cae en lo risible. Nada aquí se encuentra fuera de lugar. Bérénice Bejo, esposa de Hazanavicius, se asemeja a las actrices de la época. Quien interpreta con maestría a George Valentin, por su parte, parece de verdad otro Clark Gable. Nombre a todas luces familiar en el cine galo, Jean Dujardin sigue en la actualidad el camino amarillo trazado por Weinstein y de seguro le saldrá al final el premio gordo: su nominación para el Óscar de mejor actor. Como sucediera con histriones no anglófonos durante la aludida era del cine mudo, para Dujardin El artista se convirtió en un vehículo perfecto para darse a conocer en el mercado norteamericano. Y, a pesar de que no se le aparezca el monigote dorado una vez hecho el trayecto, ya al menos el actor francés posee el premio de mejor interpretación masculina concedido en Cannes.
Me parece irónico que no haya sido alguien de Hollywood quien erigiera este homenaje. Las personas a la cabeza del producto fílmico son oriundas de Europa. Hazanavicius y Dujardin son franceses. Bejo, aunque nacida en Argentina, creció en Francia. Solamente actores (llamados de “carácter”) como Goodman, Cromwell, Miller y Pyle son estadounidenses. Sólo ellos se animaron a aparecer en esta aventura fílmica de un cineasta galo, una empresa con prospectos muy reducidos ante la ola causada por los tridimensionales. El hecho de que hayan sido estos artistas quienes le hicieran tan hermoso homenaje al viejo Hollywood se traduce en el dedo medio de la actriz humillada por Valentin. Éste es un regalo en suma agridulce para el actual Hollywood. La tierra del ensueño, sin embargo, lo recibe con perversa zalamería: vomita a su vez nominaciones para apropiarse de algo que no le pertenece, para adjudicarse un poco del prestigio ya adquirido por el largometraje de Hazanavicius en su tierra natal.
Durante mucho tiempo debí luchar contra la costumbre y mis prejuicios para disfrutar plenamente el cine mudo. La primera experiencia en la cual la ausencia de diálogos orales no disminuyó mi experiencia fílmica se dio por fin no hace mucho cuando vi en una sala de cine la versión casi-completa de Metrópolis. Una experiencia similar —la de no sentir la mudez del filme como una barrera— reportan en su mayoría los espectadores que se han enfrentado a El artista. La película de Hazanavicius —por obedecer fielmente a su tradición— es convencional y cursi sí, aunque para alivio del público más experimentado y mordaz se percibe por debajo del agua una gran e inteligente audacia por parte del director: basta para confirmarlo ponerles mucha atención a los títulos de películas sobre las marquesinas de los cines en este Hollywood ficticio, ésos que hacen alusión a los acontecimientos de la trama. Ni qué decir de la genial secuencia de la pesadilla de Valentin durante la cual los efectos de sonido son utilizados para recalcar la ausencia de voz del actor. O de aquélla cuyo contrapicado honra la memoria de El ciudadano Kane cuando Valentin descubre sus antiguas pertenencias en la mansión de Peppy Miller, entre ellas otra versión suya agigantada: un retrato donde su imagen inmóvil tal vez lo hiere más al retrotraerlo a las imágenes móviles del glorioso estreno del inicio.
En su totalidad, el fondo justifica la forma. El artista tiene la inusual capacidad de robarle el corazón a quien la ve. En particular, a quien ama el cine con pasión. No niego que yo sentí que flotaba al salir de la sala luego de verla. Así de poderosa es su influencia. Lo malo de este renacimiento del cine mudo —si es que así se le puede bautizar por la destacada presencia de un filme único— serán los malos imitadores que, ante su éxito, vendrán ahora por parte de Hollywood. Los aprendices de entes como Eastwood, Spielberg o Clooney que —de seguro sintiéndose excluidos de esta tendencia nostálgica— iniciarán la producción en masa de películas mudas y en blanco y negro. Entonces sí que los espíritus que deambulan por el hotel Roosevelt nos agarren confesados.

El artista (The Artist, 2011). Dirigida por Michel Hazanavicius. Producida por Thomas Langmann y Emmanuel Montamat. Protagonizada por Jean Dujardin, Bérénice Bejo, John Goodman, James Cromwell, Penelope Ann Miller, Missi Pyle y el perro Uggie.

El avance: http://www.youtube.com/watch?v=9YpwJg7Nvp0