Vi esta película por primera vez hace varias semanas. Como di cuenta en Twitter salí alucinando de la sala de cine. La dolce vita en ácido, me dije. Una definición bastante simplona. El fin de semana pasado volví a la misma sala para verla de nuevo. Sabía que la riqueza del filme era tan abrumadora que necesitaba urgentemente otra vista para digerirlo por completo. La segunda vez salí intensamente conmovido. ¿Qué se hace ante la presencia de una obra de arte? Supongo que en mi caso escribir sobre ella. Tratar de que la gente la busque y viva esta experiencia por sí misma. Poco importan los premios que gane. O los que le nieguen. A mí La gran belleza me ganó de pies a cabeza. Va a continuación la reseña:
Algo sucede cuando uno se enfrenta a una
película que aparenta detentar todas las claves para develar el misterio de la
vida y de cómo ésta se va escapando de las manos como agua. Como con todo arte
esto no es más que un truco. Invenciones encarnadas en personajes, escenarios,
música y relato. Todo montado en una pantalla grande para deslumbrar a quien
observa maravillado desde la oscuridad. En el presente ejemplo, sin embargo, el
truco es tan bello que colma los sentidos involucrados: vista y oído. Si uno se
abandona a la nueva propuesta del director Paolo Sorrentino (Il divo) presenciará una de las
experiencias cinematográficas más excepcionales de este año.
Desde el preludio de La gran belleza (La grande bellezza, 2013) Sorrentino plantea su juego estético, ése
dentro del cual no habrá concesiones para el espectador pues se despliega como
un bombardeo de hermosas imágenes. “Roma o muerte”, desde el inicio parece
proclamar el cineasta como lo hace la base de la estatua ecuestre de Garibaldi.
La cámara vuela por encima de las aguas cristalinas de la Fuente del Agua Paola.
El lente vaga inquieto por lo alto de una colina romana. Pero lúdico corta la
escena. Alguien se refresca en la fuente. Una mujer fuma junto a un busto de
blancura sepulcral. El conteo de presencias se vuelve incesante. De repente
esta cámara nos obliga a adquirir otro punto de vista. Va y viene teniendo como
fondo las voces en yiddish de un coro. Con el canto de voces centroeuropeas
aparece un estereotípico grupo de turistas japoneses. Uno de ellos sucumbe ante
la gran belleza de una ciudad eterna. Ésta es la Roma de Sorrentino: teatral,
barroca, frenética y —sí, ¿cómo no?— decadente. Su capacidad de seducción se
tornará tan avasallante que apagará la voz de un escritor durante cuarenta
años.
Obvio que el realizador de origen
napolitano no observa la urbe como un extranjero a la manera de Woody Allen —quien
presentó en A Roma con amor (2012)
sólo el preciosismo de las tarjetas postales, sólo el punto de vista de los
turistas estadounidenses no muy disímiles a los japoneses. Sorrentino la conoce
desde dentro y desde fuera, en todas sus referencias fílmicas (claro, ya se
sabe, La dolce vita) o reales.
También en todas sus épocas: los acueductos, el coliseo, las termas de Caracalla,
el templete de Bramante, la cúpula diseñada por Miguel Ángel, la Plaza Navona,
la fuente de los ríos de Bernini, los jardines poblados por querubines y
monjas, los inmigrantes, los criminales de cuello blanco, la intelectualidad y
el clero, los ricos y los famosos, los privilegiados triunfantes en lo alto de
un edificio teniendo como escenario refulgentes anuncios de neón. El vehículo
para esta mirada desde el interior de Roma no la da un romano sino otro
napolitano venido a la capital en su juventud. Dicho personaje requerirá una
entrada triunfal. Como la de un emperador de la antigüedad. Al fin y al cabo,
él se confiesa en algún momento “el rey de los mundanos”. Luego del preludio sobre
la colina, un grito desconcierta y transporta sin avisos a una fiesta cuyo
frenesí alcanza los linderos del surrealismo. El ambiente suena a Raffaella
Carrà. Jóvenes, viejos, bellos, feos. Gente de todas las edades y latitudes
baila y bebe. Una desnudista tatuada, un grupo de mariachis y hasta una enana
se mezclan entre esta orgía de poses, vestidos y colores. De un falso pastel-coliseo
sale una mujer de cierta edad cuyas carnes desbordan su vestido, cuya cara está
igualmente a punto de estallar por el bótox. Grita felicitaciones para Jep. Y,
claro, para Roma, la eterna. De espaldas primero. Luego girando vemos por fin
al hombre que esa noche de desenfreno cumple 65 años: cabello color plata
peinado a la gomina, sonrisa pícara, cigarro atenazado entre los dientes. El
dandismo hecho carne. Éste es Jep Gambardella (Toni Servillo). Pocas entradas
de un personaje principal en el cine tan brillantes como ésta. Un momento
silencioso se impone, empero, a la mitad de la coreografía de “Mueve la
colita”. Aunque en medio de sus amigos danzantes Jep ensimismado confiesa que
gracias a su sensibilidad siempre tuvo como destino convertirse en escritor.
A lo largo del truco del relato —ése en
el que casi se enceguece al espectador para no percibir la profunda melancolía
del protagonista— Jep se enfrenta a la constante pregunta de por qué no ha
vuelto a escribir una novela en cuarenta años luego del éxito de El aparato humano. Se encoge de hombros
y sigue con la fiesta, sigue siendo el rey de los mundanos. Roma y su poder
seductor distraen en demasía. Pero con la muerte de un amor proveniente del
pasado y surgido en su juventud (por eso, quizás más idealizado y potente) Jep
se da cuenta de su abulia, del hastío de una existencia tal vez tirada al
albañal, perdida entre la vacuidad de una vida entre escritores frustrados y socialités en problemas. A lo largo de
las noches romanas y fellinescas de Jep transitan enanas editoras,
performanceras con el pubis tan rojo como sus convicciones, diablos delirantes
con traumas edípicos, dueños de bares para desnudistas con cuarentonas hijas
trabajando en ellos, niñas pintoras de arte moderno y berrinchudo explotadas
por sus progenitores, magos que hacen desaparecer jirafas, nobles listos para
rentarse en alguna cena de lujo, decrépitas santas milagrosas, escritoras
comprometidas cuya superioridad moral resulta harto quebrantable, custodios de
palacios repletos de clasicismo e incluso la mismísima madame Ardant. Cómo no terminar alucinado ante este desfile
barroco. Nada, empero, se compara a la visión en el techo de la recámara de Jep.
No la del río Tíber. Sino la del mar abierto. El mar de su juventud.
De entre toda esta gente destaca la bailarina
Ramona (Sabrina Ferilli), hija de un viejo amigo de Jep. Pronto el ex escritor
y ahora entrevistador la convierte en su amante. Algo de juventud rescata en
ella al volverse su maestro, al llevarla de la mano a las fiestas, al recorrer
los secretos de los palacetes romanos a mitad de la noche. Incluso así
imposible resultará escaparse de la médula agazapada tras tantas anécdotas. La
niña en el tempietto se lo dice
claramente a Jep: “¿Quién eres? No eres nadie”. Su odisea es la de una nueva
identidad. Llegará también la decepción. La muerte se halla en todas partes.
Incluso en la voluptuosidad sin límites del cuerpo de Ramona. Así La grande belleza no es únicamente el
bellísimo truco de la jirafa que desaparece dentro de las termas de Caracalla
ni el de los festines ruidosos en un balcón con vistas al coliseo. También es
el tan doloroso como oculto viaje de reconocimiento de un escritor que no
escribe; de un hombre cuya juventud se le ha escapado ante el alcohol, la
música y la verborrea; de alguien que vivió un primer amor nunca recuperado. De
esta forma la promesa de audacia cinematográfica vista hace cinco años en Il divo —una más de varias colaboraciones
al lado de Toni Servillo— se cumple cabalmente en este crédito. Ningún actor
habría tenido el carisma ni el porte ni el rostro de payaso triste. Ningún otro
habría sido capaz de transmitir a los espectadores tanta nostalgia envuelta por
tanta elegante vacuidad. Ante el vuelo de los flamencos que deciden tomarse un
descanso en el balcón y al escuchar la frase de la monja decrépita sobre la
importancia de las raíces, Jep tendrá una epifanía y con la mirada puesta en el
mar abierto podrá volver a escribir. Mientras tanto, en el epílogo, nosotros
nos quedaremos en Roma y recorreremos el Tíber. Mientras tanto, Sorrentino ya
les ha dado a los cinéfilos una obra maestra tan absurda como profunda, tan
divertida como emocionante. Una obra que está sin dudas a la altura de su antecesora.
Bien podremos ahora imaginar la fascinante conversación que tendrían sobre la
mesa de un café Marcello Rubini y Jep Gambardella. Larga vida a esta Roma seductora.
—La
gran belleza (La grande bellezza,
2013). Dirigida por Paolo Sorrentino. Producida por Francesca Cima y Nicola
Giuliano. Protagonizada por Toni Servillo y Sabrina Ferilli.
El avance: http://www.youtube.com/watch?v=rcVkWiHRh04
Nota del 3 de marzo: La cinta se estrena en México el viernes 7 de marzo. Y, agregando información mucho menos importante, anoche ganó el premio ése a mejor película en lengua extranjera.
Nota del 3 de marzo: La cinta se estrena en México el viernes 7 de marzo. Y, agregando información mucho menos importante, anoche ganó el premio ése a mejor película en lengua extranjera.